Era la más oscura de las negras noches en la ciudad. Llovía, como había llovido también el día anterior y las semanas que lo habían precedido. Tan solo los soportales hacían de abrigo a los pocos incautos que confiaban en que las lluvias cederían, y habían salido sin paraguas a la calle. Pero, a pesar de las inclemencias del tiempo, no era tarde y por las estrechas callejas de la zona vieja transitaban algunos peatones ataviados con ropas de abrigo e impermeables.
Sin embargo, destacaba entre la gente un hombre que aparentaba estar cerca de la treintena, pues tenía los últimos síntomas de la juventud en su rostro, una juventud que parecía esfumarse a cada paso que daba entre los charcos. Contrastaba con las muchas canas que hacían que en su cabello el color blanco destacara más que un bonito pelo negro. Más negro que el propio carbón.
Entre sus manos, sostenía una carpeta gris que intentaba guarecer de la lluvia bajo su gabardina, aunque poco a poco se iba empapando más y más.
Andaba firme y rápido. Como si en su mente tuviera un gran plano y la ruta elegida estuviera fijado con antelación y detenimiento mucho tiempo atrás. La incertidumbre que denotaba su cara era quizás el elemento más intrigante de su figura bajo la lluvia en aquel momento. Poco antes de llegar al final de la calle se detuvo en seco e intentó cobijarse bajo un diminuto saliente en uno de los edificios que ponían fin al camino. Lentamente se remangó y miró la hora en el viejo reloj de plata que llevaba en su muñeca izquierda desde hacía ya demasiados años. Alzó la vista y utilizó el cristal de la esfera a modo de espejo para comprobar que no había nadie a sus espaldas. Las doce de la noche menos dos minutos. Por un momento se sintió como Cenicienta poco antes de tener que volver a casa: inseguro, nervioso, con miedo. Miró a su izquierda y divisó un gran portón verde en el que se podía ver entre las sombras el número veintidós. Se dirigió hacia él, empuñó el picaporte y rompió el silencio que invadía la calle con un estruendo metálico que repitió hasta tres veces. A los pocos segundos, la puerta se abrió...
Nada lejos del número 22 de la rúa Nova, Erea, una estudiante de apenas 19 años, salía de la biblioteca de camino a su casa. La lluvia con la que había llegado muchas horas atrás la había estado esperando hasta el filo de la medianoche para acompañarla de vuelta. A Erea no le gustaba demasiado la lluvia. Solo la disfrutaba los días en los que tenía que entrenar. Correr mientras sentía las frías gotas de agua estrellándose contra su cuerpo y dejar su mente libre de líos y complicaciones que sustituía por agradables pensamientos que chocaran frontalmente con la tristeza que contagiaban las nubes en aquellos días grises. Además también sonreía en los días que como aquel, llovía cuando le tocaba estudiar. El hecho de que por las ventanas de la biblioteca se viera un asqueroso día de perros, le ayudaba a concentrarse más en sus apuntes y libros.
Erea era una chica de largos cabellos castaños oscuros, normal de estatura y en buena forma. Los primeros meses de aquel año se había estado machacando en el gimnasio, lo que hacía que ahora luciera una figura esbelta pero a la vez hinchada debido a muchas horas de ejercicio.
Sacó su diminuto paraguas del bolso y comenzó a caminar lentamente hacia la fuente de la Alameda. En su cabeza rondaban las últimas páginas del libro que había estado leyendo. Recordó que había apagado el móvil para entrar en la biblioteca y decidió encenderlo para comprobar si alguien la había llamado. Marcó su pin y esperó. La alegre musiquilla que indicaba que el número era el correcto coincidió con la primera de las campanadas que marcaban el fin de aquel día. Ahora, por las pequeñas calles retumbaban segundo a segundo las campanadas procedentes de la gigantesca catedral, que se encontraba en el centro del casco antiguo. Desde una vista elevada, las diminutas callejas y los tétricos callejones simulaban venas y arterias que confluían en su románico corazón.
Las campanadas se acercaban a su fin cuando, de repente, a Erea le pareció escuchar un ruido sordo, apagado, que provenía de la plaza de la Catedral y comenzó a caminar hacia allí. Poco antes de llegar, su teléfono sonó y ella contestó sin detenerse. Al principio no escuchó ninguna voz, solo el chisporroteo de la lluvia contra el suelo, pero pudo distinguir la décima campanada con una increíble claridad, como si la persona que la llamaba se encontrara a poca distancia del gigante de piedra que vigilaba los cielos de la ciudad. Erea apuró el paso, y fue entonces cuando una voz apenas perceptible le susurró algo desde su teléfono. Pudo escuchar la undécima campanada en estéreo, ya que se encontraba a la entrada de la plaza en la que se encontraba el desconocido que la llamaba. Pero un atronador disparo hizo que Erhea soltara el teléfono y levantara la vista. El golpe de móvil contra el suelo y el grito que salió desde la rota garganta de Erea se sincronizaron con la última de las campanadas.
En el centro de la plaza, un hombre de gabardina marrón yacía tendido en el suelo. Al fondo, la silueta de una persona escapaba por el túnel que daba a la calle paralela. El hombre moribundo sostenía un móvil en su mano y con la otra señalaba a su carpeta, vacía y empapada por la lluvia que seguía cayendo. Erhea tiró el paraguas, se acercó a la persona herida y, al ver su cara, dos lágrimas asomaron de sus sobrios ojos. Las fuerzas de sus piernas se desvanecieron y calló de rodillas, empapando su pantalón blanco. Intentó decir algo, pero solo pudo llorar, y allí se quedó. Llorando bajo la lluvia de Santiago de Compostela.
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