Todo está desvirtuado. Antes, hacer cine era un oficio. Luego se convirtió en un arte y a partir de los setenta comenzó a ser un juego. Ahora no sé muy bien qué es. Y creo que ni el propio cine lo sabe. La mayor parte de los cineastas se limitan a seguir las reglas del juego sin plantearse siquiera cuál es el sentido primigenio de este medio al que dedican sus esfuerzos, ni cuál es la función que podría cumplir en la sociedad actual. Cabe señalar que, aunque estos cineastas sigan “las reglas”, todos presentan motivaciones inevitables que quedan reflejadas en sus obras, a saber: entretener, hacer espectáculo, transmitir emociones, contar una historia, superarse a sí mismos como artistas, ganar mucho dinero... ganarse la vida. Todas estas motivaciones y muchas más caben en el oficio de cineasta. Pero si hay algo que todos tienen en común es el medio que, por una u otra razón, han elegido para expresarse. No es que deban llegar al punto de justificar por qué se inclinaron hacia esa disciplina pero resulta saludable plantearse algunos porqués, especialmente en una época como la que vivimos, en la que todo se ha desvirtuado de una manera un tanto demencial y en la que sólo parece hablarse de crisis.

Derribar los mencionados modelos es, como lo fue en su momento en la Nouvelle Vague, no ya una simple necesidad (aquí no hablo sólo de pragmatismo) sino quizás un acto de sabiduría.
Que nuestras obras nazcan no ya de un arcaico y desvirtuado modelo preestablecido, sino del entorno que nos rodea. Porque, ¿qué es el arte sino una reacción a la vida, a nuestro entorno? Esta noción ha quedado algo diluida por el hecho (hermanado con los modelos arcaicos desvirtuados) de que el cine pasó de ser un reflejo de la vida a ser un reflejo de otras películas. Resulta para muchos inconcebible deslindar el nacimiento de su vocación (que a menudo tiene su razón de ser en las películas que vio en su juventud) del propósito que de verdad les ocupa cuando se plantean una realización cinematográfica. Es por esto que hay que pararse a pensar y mirar a nuestro alrededor para crear de manera orgánica algo que nazca de la realidad que ven nuestros ojos, tanto en contenido como en forma. Porque los dos van de la mano. Porque si bien el contenido debe crear la forma y no al revés, la forma también estará directamente condicionada por las necesidades de producción, que habrá que asumir como aliadas y en ningún caso como enemigas, porque todo ocurre por algo y porque las crisis son caldo de cultivo para el cambio. Es a todas luces evidente que estamos ante una época única para el arte, una oportunidad sin parangón para evaluar la situación y adentrarnos sin miedo y sin nada que perder hacia territorios verdaderamente inexplorados que expandan de una vez las posibilidades expresivas del arte, lejos de avances tecnológicos que devienen de la propia naturaleza de un sistema agónico que no quiere morir y que se aferra a nuevas ofertas para seguir existiendo. Replanteemos el sistema con sus nuevas normas. Y una vez que estas dejen de servir a su verdadero propósito y den paso a un nuevo sin sentido, evolucionemos otra vez. Pero hemos de ser conscientes de que quizás lo viejo ya acabó, y que obcecarse por producir una película a la manera tradicional quizás sea darse cabezazos contra la misma pared. O no...
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