Al contrario de lo que cabría esperar,
Nunca Jamás no es un lugar agradable para vivir. Se presenta como un
páramo infinito habitado por esos niños, que sin serlo, se sienten
huérfanos. Las ideas de historias aún por contar sobrevuelan sus
cabezas mientras ellos intentan darles caza, víctimas de un instinto
primitivo. Repartidas por el terreno hay estatuas que prometen el
conocimiento de mejores estructuras y el material para convertirlas
en imágenes. Los pequeños, imantados por ellas, depositan el dinero
que tienen, esperando inútilmente recibir lo que les fue prometido.
Cuando descubren que han sido engañados llega el llanto, y con él
una sensación de soledad que borra las pisadas nada más hacerlas.
Las lágrimas, al caer, quebrantan la tierra para grabar en ella
siempre la misma palabra: frustración. Y la oscuridad parece no
tener fin, y la luz tan solo es un destello proveniente de un faro,
que ilumina un instante cada trece segundos, y siempre permanece a la
misma distancia, se camine lo que se camine hacia él. Lo
suficientemente cerca como para parecer alcanzable. Lo
suficientemente lejos para no llegar a él jamás.
En su interior la esperanza mantiene una lucha eterna con la sombra del destino, y son trece los segundos que tarda en abrirse paso y asomar su luz, antes de volver a ser arrastrada al interior, formando el bucle de la vida. En algún punto del páramo los niños
han cazado una idea. Se oye un grito de victoria a la par que las
estatuas comienzan a desquebrajarse y las frustraciones grabadas en
la tierra por las lágrimas se evaporan… Tienes un soñador, diez,
veinte. De acuerdo, júntalos. Ahora comparten un mismo sueño. En
equipo es la única forma de hacer cine. Esa es la auténtica magia.
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