Hace ocho años aterrizaron en la parrilla norteamericana tres de las series que marcarían el tono de las producciones televisivas de ficción en esta primera década del siglo XXI. La última de ellas que seguía en antena acaba de emitir hace pocas horas el capítulo final de la serie. La semana anterior hacía lo mismo otra de ellas y la más ilustre de echó el cierre hace dos años. Las ficciones creadas por David Shore, Marc Cherry y J.J. Abrahams en el 2004 ponen punto y final a una exitosa trayectoria a través de los hogares de medio mundo. Hablo de House, Mujeres desesperadas y Lost respectivamente. Esta última encumbró a su creador, que ya tenía un considerable bagaje tras la serie ALIAS, pero que no fue hasta la consagración de Perdidos como serie de culto cuando su carrera despegó. Y aunque el final de la serie no pudo contentar a todos los seguidores por igual, fue un gran éxito. Además ha creado un sello muy distintivo y personal manifestado posteriormente en Fringe y la recientemente cancelada Alcatraz.
Pero de todas estas, si hay una muerte que me apene en general es la del Doctor Gregory House. Porque más allá de amas de casa con cadáveres en la nevera o de tetrapléjicos que vuelven andar después de un accidente de avión, están los personajes. Y de las tres series, House es la que mejor ha sabido tratarlos a través del tiempo, sin caer en la caricatura o en la pretenciosidad. La ventaja con la que parte House con respecto a las otras es que no es una serie coral. Tiene muchos personajes, y aunque cada uno de ellos tiene su importancia y sus momentos de protagonismo, es una serie con un claro protagonista y la serie está hecha a su medida. Uno de los claros ejemplos de la conjunción de estas dos cosas es que cada pocas temporadas cambian a la mayoría del equipo de ayudantes de House, variando así el espectro de personalidades con las que tiene que lidiar el jefe médico para salirse con la sus planes, muchas veces inmorales.
Y es esta inmoralidad lo que hace de House un personaje tan adictivo y carismático. Deplorable en ocasiones pero tan atormentado y dañado por dentro, que te hace sentir lástima y compasión. Y es que he de decir que me parece de las mejores puestas al día del personaje de Sherlock Holmes. Porque para quien no lo sepa, la serie es una adaptación muy libre de las novelas de Sir Arthur Conan Doyle. De la que no solo conservan las iniciales (House=Holmes, Watson=Wilson), si no también la afición del primero por la música y por las drogas. Además de su audaz intelecto.
A lo largo de estos ocho años, por la consulta del Dr. House han pasado actores ilustres de la pequeña y gran pantalla como Robin Tunney, Jeffrey Wright, Joe Morton, David Morse, Jaleel J. White o Ronald Lee Ermey, y a su vez, House ha pasado por el psiquiátrico, por la carcel y por los juzgados, ha probado medicamentos experimentales, se ha empotrado en coche contra la casa de su novia y ha participado en un matrimonio de conveniencia.
Además, siempre se ha cuidado mucho la factura estética de la serie, contando con directores del calibre de Juan José Campanella, Bryan Singer o el propio Hugh Laurie, sumando así otra disciplina a su ya polifacética carrera: Actor, productor, músico, escritor y director, entre otras. El capítulo final, lo ha dirigido el creador de la serie, David Shore.
Y es que Greg House en el fondo es un niño que ha tardado ocho largos años en ir moldeando su personalidad, hasta madurar por fin. Porque aunque siga siendo excéntrico, faltón, egoísta, condescendiente y arrogante, el Dr. House parece haber asimilado que el no es el centro del universo. Como un niño que se da cuenta de que se hace mayor y no sólo cambia el mundo que le rodea, si no él mismo. Y lo hace con uno de los finales más emotivos de la historia de la tv, en mi modesta opinión. Un desenlace agridulce con muchos reencuentros y alguna ausencia importante.
Una de las frases más ilustres del doctor de esta temporada ha sido "No existe una muerte digna". Parece que se ha equivocado. O en el fondo ya lo sabía, porque "Todo el mundo miente".
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